HECATE Y EL LABERINTO

De la Diosa Madre
a
La Diosa Sin Madre

Las Diosas Atenea e Innana

 La Gran Diosa Madre

En los inicios, la humanidad veneraba principalmente a diosas femeninas: la Diosa Madre, creadora de vida y nutricia, sincretizada con la naturaleza, la tierra que da vida y alimenta; la Diosa del cielo, la Diosa de la fertilidad y de la guerra, generalmente concentradas en una sola divinidad creadora y organizadora, una fuerza femenina objeto de culto en las culturas prehistóricas. Prueba de ello son las múltiples figuras femeninas —las llamadas «venus»— encontradas en yacimientos arqueológicos, representaciones de la Gran Diosa Madre en lo que Marija Gimbutas llamó la «Vieja Europa». Aun cuando pudieran existir otras deidades o elementos de adoración, la importancia y fuerza de esta Diosa femenina era potente en cualquier región, cultura y panteón.

Posteriormente, contamos con mitos antiquísimos de grandes diosas como los de Inanna, la diosa sumeria del amor, la fertilidad y la guerra, y su versión babilónica, Ishtar, que dan fe de la vital relevancia del culto a la Gran Diosa Femenina en culturas posteriores.

Por mucho tiempo, lo femenino ocupó un lugar primordial en las religiones y creencias de los pueblos antiguos. En un inicio, se expresaba como la Diosa Madre —de la fertilidad, el amor y la guerra—, y más adelante, como representante de la fuerza unificadora de los opuestos: cielo y tierra, luz y oscuridad, femenino y masculino; la esencia ordenadora del caos. La Diosa, con su fuerza seductora y su atracción sexual, atraía a su complemento, la pareja divina masculina, quien, sin embargo, ocupaba un rango subsidiario, como veremos más adelante.

De esta unión sagrada, la hierogamia, surgía la potenciación de la vida y la regeneración, la reafirmación del orden cósmico y social. Existen abundantes evidencias arqueológicas de lugares donde se practicaban rituales sexuales en honor a esta unión.

No obstante, poco a poco, esta poderosa figura femenina fue relegada por divinidades masculinas que asumieron el rol de Gran Divinidad. La Gran Diosa pasó a ser apenas un soporte en su papel de madre o consorte del dios principal o de un héroe, mientras que sus antiguos atributos se fragmentaron en varias diosas secundarias: de la luna, la naturaleza, el amor, la guerra, la sabiduría, etc.

La transformación de la Diosa no fue un proceso lineal ni local. Aunque aquí la resumimos en pocas palabras, los tiempos y espacios involucrados fueron vastísimos y variados según las regiones y culturas. Aun así, tres “fotografías” o momentos clave de esta evolución, extraídos de mitos sumerios y acadios, pueden darnos un atisbo de su trayectoria. He aquí tres mitos que dan cuenta de ello:

  1. Inanna y el árbol Huluppu

Inanna rescata un pequeño árbol, el Huluppu, arrancado de raíz por una tormenta, y lo planta a orillas del Éufrates. Lo cuida, con la intención de construir su trono y su cama sagrada. Sin embargo, el árbol es invadido por tres criaturas simbólicas: una serpiente en sus raíces, un pájaro en sus ramas y Lilith, quien habitaba en su tronco. Inanna, joven aún y sin poder suficiente para expulsarlas, llama a su hermano Gilgamesh, quien mata a la serpiente y espanta a las demás criaturas. Con la madera del árbol, Inanna forja su trono y su lecho, preparando el espacio para su reinado y su unión sagrada con Dumuzi, dios de la fertilidad, los rebaños, el ciclo agrícola, las estaciones, la juventud y el amor erótico.

Este mito, cargado de simbolismo, muestra la evolución de la Diosa, la cual, con la ayuda de un personaje masculino, Gilgamesh —quien la asiste eliminando elementos místicos posiblemente ligados a antiguos cultos— se abre paso a un nuevo orden. El mito representa el crecimiento interior de la diosa niña hacia su poderío, aunque necesite del impulso masculino (la fuerza, la acción) para despojarse de lo que le impide avanzar e integrarse como la gran regente capaz de reinar y unirse a su complemento, Dumuzi.

  1. Inanna/Ishtar: Reina de los Contrarios

El descenso de Inanna al inframundo, donde se enfrenta a su hermana Ereshkigal (su opuesto), es uno de los mitos sumerios más replicados en otras culturas y religiones. La muerte y resurrección de la divinidad o del héroe como paso hacia una renovación más fuerte es su eje central: muerte y vida como fases de un mismo ciclo.

Para ingresar al inframundo, Inanna debe despojarse de todos sus símbolos de poder —corona, cetro, joyas— y, al regresar, renace transformada y más completa. Sin ahondar en detalles, interesa aquí señalar que, para salir, debe encontrar un sustituto. De regreso, encuentra a su esposo Dumuzi gozando del trono y no de luto. Furiosa, lo condena al inframundo. Aunque Dumuzi intenta huir, es capturado; su hermana Geshtinanna se ofrece a compartir su destino, estableciéndose así un ciclo: Dumuzi pasará medio año en el inframundo y otro medio en el mundo superior, dando origen a las estaciones.

En estos relatos, la Diosa es la figura primordial: asistida por un personaje masculino (Gilgamesh, un héroe activo) o acompañada por uno pasivo y sacrificial (Dumuzi, una figura regenerativa). Es la divinidad femenina quien otorga y retira el poder.

  1. El rechazo de Gilgamesh a Inanna/Ishtar

La epopeya de Gilgamesh —la narración épica más antigua que poseemos— ha llegado a nosotros en diferentes versiones. En una versión acadia, Ishtar/Inanna se declara amorosamente a Gilgamesh, quien la rechaza con duras palabras, recordándole el trágico destino de sus anteriores amantes. En la traducción de Agustí Bartra (2012)*, se lee:

“Gilgamesh abrió la boca y dijo estas palabras a la divina Ishtar:

`¿Y qué tendré que darte si me caso contigo?

 ¿He de darte aceite para ungir tu cuerpo y vestidos, pan y vituallas?

…alimento para tu divinidad,

…bebida que convenga a tu realeza?

¿Qué ganaría yo casándome contigo?

No eres más que una ruina que no da abrigo,

una puerta que no resiste a la tormenta,

un palacio que los héroes han saqueado,

una trampa mal disimulada,

pringue que ensucia a quien la toca,

un odre lleno de agua que moja a su acarreador,

un trozo de cal que se desprende de la muralla,

un amuleto incapaz de proteger en país enemigo,

una sandalia que hace tropezar a quien la calza.

¿A qué amante has sido fiel?

¿Cuál de tus pastores te ha gustado siempre?

¡Acércate! Te leeré la interminable lista de tus amantes.

Damuzi, el amante de tu mocedad,

fue, año tras año, objeto de tus torturas.

Has amado al Pájaro-pastor de abigarrado plumaje y le has roto un ala,

y ahora grita: ‘¡Mi ala!’, en el bosque.

Amaste al León admirable y fuerte,

pero hiciste cavar para él siete veces siete trampas.

Amaste al Semental que se enardece en la batalla,

pero lo sometiste a brida, espuela y látigo,

lo destinaste a galopar catorce horas diarias y le diste a beber agua lodosa.

Y para su madre, la divina Silili, fuiste motivo de llanto.

Amaste al pastor que sin cesar quemaba incienso para ti y cada día te sacrificaba cabritos,

pero lo golpeaste y lo convertiste en chacal,

y ahora sus propios zagales lo persiguen y sus perros desgarran su piel.

Has amado a Ishullanu, el jardinero de tu padre,

quien te llevaba cestos de dátiles

y cada día adornaba tu mesa.

Lo has mirado y, acercándotele, le has dicho:

 ‘¡Oh mi Ishullanu, deja que palpe tu vigor, extiende tu mano y acaríciame!’

 Ishullanu te contestó:

‘¿Qué deseas de mí?

¿Acaso mi madre no ha cocinado, no he comido yo,

para que tenga que recurrir a los alimentos de oprobio y maldición que me ofreces?

¿Y, contra el frío, acaso no me abrigan bastante las cañas?’

 Al oír estas palabras, Ishtar, golpeaste a Ishullanu, lo convertiste en una araña

y lo pusiste en medio de las ruinas,

donde no puede ni subir ni bajar.

¡Tu amor haría conmigo lo que has hecho con ellos!”

Este largo discurso refleja, en su primera parte, el declive de la Diosa, la descripción de ruina y obsolescencia de su culto son claras; y luego, el desprecio de Gilgamesh hacia la diosa, retratándola como destructiva, castradora y responsable de la ruina de sus amantes. Se evidencia un fuerte resentimiento masculino contra la supremacía previa de lo femenino. Este rechazo puede verse como el fin del dominio de la Gran Diosa.

Una observación curiosa es que el gran compañero de Gilgamesh es Enkidu, un ser masculino inicialmente salvaje que se humaniza a través del contacto con una mujer. Enkidu es el gran amor Gilgamesh -para algunos fraternal para otros romántica-, cuya muerte impulsa al héroe a su transformación. La conjunción de opuestos ya no se da entre femenino y masculino, sino en otra clave simbólica. Además, la madre de Gilgamesh, Ninsun, desempeña apenas un rol auxiliar como consejera, ella interpretas sus sueños y le anuncia que conocerá a Enkidú su gran compañero, mostrando que la Diosa Madre ha quedado reducida al papel de madre del héroe. Y mas curioso son las palabras de Gilgamesh al desprecia a Ishtar cuando hace mención a su madre con palabras, que a la luz de hoy serían digno de psicoanálisis … “¿Acaso mi madre no ha cocinado, no he comido yo, para que tenga que recurrir a los alimentos de oprobio y maldición que me ofreces?”. Parece que el héroe no es capaz de vincular con lo femenino a través de una pareja, pues se mantiene atado a la figura materna.

De la Diosa Completa a las Diosas Especializadas

Con el tiempo, la Gran Diosa se fragmenta en diversas divinidades. Así, en la Grecia Antigua, tenemos a Afrodita como diosa del amor y, menos conocido, de la guerra; a Artemisa como fuerza virgen de la naturaleza; a Deméter como diosa nutricia; a Hera como consorte divina; a Perséfone como regente del inframundo, y a Atenea como diosa civilizadora y de la guerra estratégica.

La naturaleza dual de la vida —creación y destrucción, placer y conflicto— sigue presente, aunque dispersa en diferentes figuras. Desplazar el culto a la Diosa Madre no fue fácil: el hecho innegable de que toda vida humana se origina en un vientre femenino dejó huellas profundas. Así, incluso el cristianismo, en su intento de eliminar lo femenino de lo divino, terminó asimilándolo en la figura de la Virgen María, madre sin sexualidad.

Este vuelco patriarcal no fue obra exclusiva de los hombres; es un fenómeno complejo, reforzado también por mujeres, donde lo masculino y lo femenino, como energías simbólicas, se reconfiguran en función del nuevo orden social.

Atenea: la Diosa sin Madre

La figura de Atenea es reveladora de este proceso. Atenea, diosa de la civilización y la guerra estratégica, nace de Zeus, no de una mujer. Según la mitología griega, Metis —diosa de la sabiduría y la prudencia—, primera esposa de Zeus, fue devorada por él para evitar que su descendencia lo destronara. Metis siguió viviendo dentro de Zeus, aportándole sabiduría.

Cuando Zeus sufrió un dolor de cabeza insoportable, Hefesto (o Prometeo o Hermes, según versiones) abrió su cráneo con un hacha, de donde surgió Atenea, adulta y armada. Así, la diosa nace de la cabeza de su padre: de la luz, el logos, y no del vientre femenino.

Atenea representa una racionalidad ordenadora, una fuerza civilizadora que ha dejado atrás el caos y la naturaleza salvaje. No se une con un complemento masculino: es una diosa virgen —virgen en el sentido griego de independencia total—.

De este modo, Atenea carece de madre y se alinea plenamente con el nuevo orden patriarcal. En la Orestíada de Esquilo, Atenea declara explícitamente que no tiene madre y, por ello, favorece a Orestes frente a las Erinias (las diosas de la venganza materna), instituyendo así un nuevo orden basado en la ley, el estado y la ciudad (polis), desplazando el antiguo régimen matriarcal. Atenea establece el fin de la justicia de sangre y del orden matriarcal, instaurando un nuevo sistema basado en la ley, la razón y el poder masculino de la polis.

Este gesto simbólico en la mitología griega representa claramente el triunfo del patriarcado sobre el antiguo orden femenino. Atenea, nacida del padre sin intervención materna, consagra así su identidad como diosa de la razón, la justicia y el orden civil, desvinculada de los aspectos caóticos, oscuros y orgánicos asociados a las viejas divinidades femeninas de la naturaleza.

Atenea, entonces, es la «Diosa sin madre» por excelencia: independiente, racional, estratégica y fiel al nuevo orden. Sin embargo, en este mismo gesto de ruptura, se evidencia también una profunda herida simbólica: la desconexión con la fertilidad, el instinto, la tierra y la ciclicidad de la vida y la muerte. Así, mientras Atenea brilla como protectora de las ciudades y las leyes humanas, en su figura también podemos percibir la pérdida de una dimensión más profunda, salvaje y nutricia que antaño había sido encarnada por la Gran Diosa Madre.

El recorrido de la Diosa Madre a la Diosa sin madre muestra la evolución —y, en cierto sentido, la fragmentación— de lo femenino en la historia religiosa y cultural de la humanidad. Desde la Gran Diosa de la fertilidad y el cosmos primigenio, pasando por la diosa poderosa pero ya acompañada o subsidiaria en los mitos mesopotámicos, hasta llegar a las diosas de funciones especializadas y subordinadas del panteón griego, vemos un desplazamiento paulatino del poder femenino en favor de una estructura patriarcal, racional y urbana.

Este proceso no puede entenderse como una simple oposición entre hombres y mujeres, sino como una transformación de símbolos, valores y estructuras sociales más complejas, donde tanto hombres como mujeres participaron. Lo masculino y lo femenino, como expresiones arquetípicas, se reorganizan y se reformulan constantemente, adaptándose a los cambios históricos, políticos y culturales de cada época.

No obstante, la memoria de la Gran Diosa —esa fuerza originaria, totalizadora, nutricia y destructiva a la vez— nunca desapareció del todo. Persistió en formas veladas, en rituales, en leyendas, en figuras marginales o sincretizadas, y hasta en las sublimaciones espirituales de nuevas religiones. El anhelo por integrar nuevamente esas fuerzas, hoy día, sigue manifestándose en múltiples movimientos culturales y espirituales que buscan reconectar lo racional y lo instintivo, lo luminoso y lo oscuro, lo masculino y lo femenino en un nuevo equilibrio.

La Actualidad

En la actualidad, en el mundo occidental, muchas mujeres buscan expresarse como Atenea: desean tener éxito en su trabajo, en el ámbito laboral, político, comercial, etc. Para ellas, la realización individual no necesariamente va acompañada de una pareja o de la maternidad, lo cual no está mal, pues cada persona tiene su propio camino hacia la realización. Sin embargo, despreciar otras manifestaciones de lo femenino, considerarlas un lastre o una vergüenza, es desconocer que justamente estos prejuicios son uno de los fundamentos misóginos del patriarcado.

La criminalización de la maternidad y del aspecto seductor y sexual de lo femenino —o la percepción de estas dimensiones como debilidades o motivos de vergüenza— implica ignorar que tales características constituyen el principio fundamental de la humanidad. Podrán fragmentar a la Gran Diosa, pero sus elementos siguen estando allí, manifestados o no.

A lo largo del tiempo hemos visto cómo muchas mujeres, bajo la influencia de valores patriarcales, también desestimaron y criminalizaron a otras mujeres en distintos ámbitos. Algunas, por ejemplo, se opusieron al voto femenino, a que las mujeres accedieran a las universidades o ejercieran determinadas profesiones. El hecho de que hoy, en el mundo occidental, contemos con derechos consolidados como estos, se debe a una intensa lucha, en la que también participaron hombres que apoyaron y dieron impulso al cambio.

No obstante, desvalorizar la función de madre —no solo la de parir, sino la de criar y nutrir— o despreciar a aquellas mujeres que deciden dar prioridad a esta dimensión por sobre su desarrollo profesional, así como mirar con desdén a las mujeres que eligen resaltar o utilizar su fuerza seductora y sexual como forma principal de expresión, constituye una forma de misoginia femenina. Esta actitud es, en gran parte, el resultado de una sociedad patriarcal que relegó a la Gran Diosa a un segundo plano.

Si bien la fuerza civilizadora, la racionalidad y el orden legal juegan un papel crucial en nuestra vida, no debemos olvidar que, antes que nada, la vida misma debe gestarse. Y para ello, es necesaria la unión creadora de lo femenino y lo masculino; así como, que toda mujer se vea y se reconcilie con su Inanna y su Atenea, ya esté expresada o en potencia.

*Barra, Agustí (2012), La epopeya de Gilgamesh, Editorial La Guillotina, Ciudad de México. https://ia801002.us.archive.org/15/items/La_Epopeya_de_Gilgamesh/Gilgamesh.pdf