Había una vez… una niña con una capa roja a quien el lobo feroz quiso devorar.
Pero ¿quién era realmente ese lobo malvado?
Prácticamente todos hemos escuchado el famoso cuento de Caperucita Roja, la historia de una niña que, por encargo de su madre, debía visitar a su abuela y llevarle una cesta con provisiones. Para ello, debía atravesar un bosque. Sin embargo, un lobo malvado —que en algunas versiones aparece primero en el camino— llega antes a casa de la abuela, la devora, se disfraza con su ropa y espera a la niña para devorarla también, después de un breve pero significativo diálogo. En algunas versiones, la niña es devorada sin más; en otras, es rescatada por un cazador; y en otras, logra salvarse por sí misma.
La versión más conocida es la de los hermanos Grimm, publicada en 1812, adaptada al público infantil, donde se introduce la figura del cazador que rescata a la niña y a su abuela. Pero existe una versión anterior, escrita por Charles Perrault en 1697 en su libro Cuentos de mamá gansa, en la que el final no es tan feliz: tanto la abuela como la niña mueren devoradas. Estas versiones escritas provienen, a su vez, de una rica tradición oral. Algunas variantes italianas son especialmente oscuras, y la niña —que no siempre lleva capa roja— llega incluso a comer, sin saberlo, carne y sangre de su propia abuela.
Ahora bien, ¿qué podemos decir de ese lobo que miente, engaña maliciosamente a Caperucita y termina devorándola junto a su abuela? Es evidente que el cuento, especialmente en sus versiones más modernas, relata un arquetipo del viaje del héroe —o mejor dicho, de la heroína— que parte desde una etapa de inocencia para embarcarse en una misión o encargo. En el trayecto, enfrentará un gran peligro y, tras superarlo, se transformará en alguien nuevo: más fuerte, más sabio, más consciente. El lobo, en este esquema, representa el monstruo, obstáculo o sombra que debe ser enfrentado.
Si observamos los elementos simbólicos del cuento, notamos que el viaje de Caperucita hacia la casa de la abuela es en realidad un viaje interior. Adentrarse en el bosque equivale a penetrar el laberinto, la cueva, el inframundo, el inconsciente: un territorio desconocido, para el cual no tenemos aún herramientas conscientes. Sin embargo, es precisamente el camino el que proveerá esas herramientas. Esta niña inocente, que está entrando en la pubertad —simbolizada por su capa roja, metáfora de la menarquía— debe atravesar un sendero desconocido para encontrarse con la abuela, símbolo de la sabiduría y la experiencia. En el camino, deberá enfrentar una bestia salvaje que representa una amenaza real.
Algunos interpretan a esa bestia como un enemigo externo. Pero si entendemos este cuento como una metáfora del crecimiento interior, el lobo es un instinto primario, un impulso animal que debe ser reconocido y dominado. No se trata de matarlo, sino de convivir con él, pues forma parte de nuestra naturaleza más profunda. En la adolescencia, despiertan múltiples cambios radicales: una explosión hormonal invade el cuerpo, controla los pensamientos, impulsa conductas nuevas. La naturaleza impulsa al individuo a salir del nido para explorar el mundo, lo cual es esencial para la supervivencia de la especie.
Antes de partir, la madre de Caperucita le da instrucciones. En el hogar se entregan las primeras normas que guiarán al futuro adulto, pero en la adolescencia comienza una guerra interna entre los impulsos naturales —la necesidad de explorar, experimentar, arriesgar— y las normas sociales que buscan contener y moderar esos impulsos.
Así, el lobo feroz representa todos esos instintos que Caperucita debe aprender a dominar. Sin embargo, la seduce. Aunque el consejo materno fue no desviarse del camino, su lobo interno la convence de tomar la vía más rápida, lo más fácil. De ese modo, el lobo llega primero y devora a la abuela, es decir, a la experiencia. En plena explosión hormonal, el adolescente se deslumbra con lo nuevo y lo desconocido. Entonces, todos sus sentidos se agudizan: tiene los ojos grandes para ver mejor, las orejas grandes para oír mejor, etc.
Caperucita, incapaz de contener sus impulsos, es devorada. Sucumbe a esa naturaleza salvaje que ha evolucionado durante miles de años en los seres humanos, y que las normas sociales intentan —con razón— moderar. Para vivir en sociedad es necesario establecer cierto orden, domesticar ese caos potencial. Y aquí aparece el cazador, símbolo del orden social, de la ley, del principio de realidad.
De tal suerte que, para una niña inexperta que se enfrenta al umbral de la pubertad, ese lobo interno puede resultar irresistible, por lo que deja de ser Caperucita Roja para convertirse, tal vez, en Caperucita de Feroz.