Atenea es una de las diosas griegas que más resonancia tiene en la mujer moderna. Ella, diosa civilizadora y estratega, hija predilecta de Zeus, nació de su cabeza, armada y con un grito de guerra. Es la fuerza activa, luminosa, incluso masculina, que puede emerger de lo femenino. Hemos de comprender que las representaciones simbólicas de lo masculino y lo femenino no se contienen exclusivamente en hombres o mujeres, sino que encarnan energías esenciales presentes en ambos sexos.
Más allá de reconocer hoy en muchas mujeres esa energía activa que lucha en un mundo que, hasta hace poco, fue concebido sólo para hombres, Atenea representa, en lo colectivo, la victoria de lo civilizado sobre lo salvaje: el establecimiento de normas, herramientas, conocimientos y hábitos que permitieron al ser humano asentarse en ciudades. Así, los aportes individuales fortalecieron a la especie y dieron lugar a un mundo donde la humanidad goza de ventajas impensadas. El mandato natural de preservar la especie se logró, en gran parte, gracias a la civilización.
Atenea era también la patrona de Atenas, la gran ciudad griega. Cuenta el mito que, cuando el mundo era joven y las ciudades aún no tenían nombre ni dioses protectores, los habitantes de una pequeña ciudad en el Ática (la región de la actual Atenas) buscaban un dios o diosa que los guiara y protegiera. Dos de los más poderosos del Olimpo —Poseidón, dios del mar, y Atenea, diosa de la sabiduría y la estrategia— se ofrecieron para ocupar ese rol.
Para decidir quién sería el protector de la ciudad, los dioses del Olimpo propusieron una competencia: cada uno debía ofrecer un regalo, y el pueblo elegiría cuál era más valioso.
Poseidón fue el primero. Golpeó una roca con su tridente y de ella brotó un manantial de agua salada —o, según otras versiones, un majestuoso caballo, símbolo de poder y guerra. El pueblo admiró el prodigio, pero el agua no era potable, y la ciudad no podía subsistir con ella.
Atenea, en cambio, tocó la tierra con su lanza, y del suelo brotó un árbol: el primer olivo del mundo. Era fuerte, resistente, ofrecía sombra, madera, y frutos de los que se extraía aceite.
Los ciudadanos reconocieron el valor de ese obsequio, útil y duradero. Así, eligieron a Atenea como su protectora, y en su honor, la ciudad pasó a llamarse Atenas.
Desde entonces, el olivo es símbolo sagrado de la diosa, y aún hoy se dice que el primer árbol plantado por ella sigue en pie en la Acrópolis.
He aquí el olivo como árbol sagrado. Su significado en el mito y en la cultura griega tiene una profunda carga simbólica como elemento de civilización. Representa cómo la agricultura permitió los asentamientos estables y el surgimiento de la polis, de las ciudades, dejando atrás la vida nómada y vinculando a los pueblos con la tierra y el sentido de pertenencia.
En el Mediterráneo, el fruto del olivo —la aceituna— y especialmente su aceite, eran fundamentales en la dieta. Pero, a diferencia del regalo de Poseidón (agua salada o un caballo: símbolos de fuerza bruta y guerra), el olivo significaba algo más profundo y duradero: la paz necesaria para que florezcan la cultura, el comercio y las artes. Por eso, las ramas de olivo se usaban como emblemas de reconciliación y victoria pacífica.
El aceite de oliva fue uno de los productos más valiosos del mundo antiguo. Se utilizaba no solo para cocinar, sino también como combustible para lámparas, en rituales religiosos, cosmética e incluso medicina. Esto permitió a las ciudades griegas prosperar mediante el comercio.
Así, el olivo, como regalo de Atenea —diosa de la sabiduría, la estrategia, las artes y la organización social— no representaba la fuerza inmediata, sino el progreso lento y sostenido, base de una sociedad civilizada y sabia.
En nuestros días, Jaén, en Andalucía (España), es considerada la capital mundial del aceite de oliva. Su paisaje está cubierto por más de 60 millones de olivos, formando lo que muchos llaman un “mar de olivos”. La tradición olivarera en la región se remonta a los tiempos de romanos y árabes. De hecho, se presentó una propuesta para que este paisaje fuera declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. La candidatura fue impulsada por la Diputación de Jaén, con el respaldo de la Junta de Andalucía, el Ministerio de Cultura y otras instituciones. Sin embargo, fue retirada debido a la oposición de algunos sectores —especialmente agricultores— que temían posibles restricciones a la propiedad y a la gestión de sus tierras.
Para complicar aún más la situación, hoy existe una fuerte controversia por la expropiación de tierras agrícolas destinadas a la instalación de plantas solares. Esto implica la tala de miles de olivos, muchos de ellos centenarios. Agricultores y organizaciones ambientalistas denuncian que las expropiaciones se están llevando a cabo de manera forzosa, y advierten que la pérdida de estos árboles podría tener un grave impacto en la economía local, la biodiversidad y el patrimonio cultural. Se estima que eliminar medio millón de olivos requeriría la plantación de 28,5 millones de árboles para compensar el CO₂ que dejarán de capturar.
La situación resulta más que curiosa: es trágicamente irónica. En nombre de una “energía limpia”, emblema de un futuro más sabio y equilibrado, se pretende eliminar miles de árboles que, desde tiempos antiguos, simbolizan justamente la sabiduría, la civilización y el orden. Como si una burda sátira del mito se desarrollara ante nuestros ojos, estamos sacrificando el legado de Atenea en nombre del progreso, sin advertir que podríamos estar perdiendo justamente aquello que nos permitió avanzar como especie.
Medusa está suelta, Atenea no la ha integrado…